PENTECOSTÉS 20-05-2018
Al acabar las fiestas de Pascua celebramos la solemnidad de Pentecostés. Estamos ante la culminación del tiempo dichoso de la resurrección del Señor con el envío del Espíritu Santo, que es el gran don que regala a la Iglesia y a toda la humanidad. El Espíritu es para muchos cristianos un gran desconocido. Nos cuesta comprender su misión, porque, si la comparamos con la de Jesús, nos parece poco concreta. En cambio, es tan importante porque sin su acción, la obra de la salvación no continuaría adelante.
En primer lugar, el Espíritu viene para culminar la obra de Cristo, llevando a cumplimiento y plenitud la fundación de la Iglesia. Cristo había llamado a los discípulos que lo siguieron. A esa comunidad es enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para convertirse en el principio y fundamento de su unidad interior en el amor y la caridad. Es esa unidad interior la que hace que aquel grupo de discípulos se convierta en Pueblo de Dios y Cuerpo del Cristo. El Espíritu no viene a una iglesia ya constituida, sino que es enviado para constituirla. Él es, en palabras de un gran teólogo del siglo XX, el cofundador de la Iglesia, que es algo más que una asociación o una institución humana: el Espíritu hace de ella signo y presencia del Reino de Dios en nuestro mundo. Por eso la celebración de esta solemnidad debería ser para todos nosotros una ocasión para dar gracias al Señor por habernos llamado a formar parte de su Iglesia. Es una gracia y, por eso, un honor.
Por la acción del Espíritu Santo la Iglesia es también enviada a la misión. Se trata de una misión universal: quiere llegar a todos los pueblos y culturas, pero sin anularlas ni suprimirlas, sino purificándolas e integrando todo lo bueno que hay en ellas. Por la acción del Espíritu la Iglesia es capaz de abrirse sin miedo a toda la humanidad y recibe de Él la fuerza para transformar este mundo en Reino de Dios. Esa es la potencia misteriosa de su acción.
Por la acción del Espíritu la Iglesia es constantemente renovada en santidad. El Concilio Vaticano II nos enseña que la santidad de la Iglesia es verdadera, aunque imperfecta, porque las imperfecciones y los pecados están presentes en sus miembros. Nadie de quienes formamos parte de ella podemos presumir de ser cristianos perfectos. Todos tenemos conciencia de que podríamos ser mejores. Y, a pesar de todo, no han faltado nunca testimonios de santidad que, con su vida, la han renovado y han hecho que continúe siendo un signo seguro y claro del Reino de Dios en el mundo. Como nos ha recordado el Papa Francisco en su exhortación Gaudete et exultate, “El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios” (nº 6), una santidad que no siempre se manifiesta en obras grandes a los ojos del mundo, pero que es la que da vida a la Iglesia y la hace creíble en el mundo. Sin los santos, que son los mejores frutos de la acción del Espíritu, la Iglesia habría dejado de existir.Que la solemnidad de Pentecostés nos lleve a dar gracias al Señor porque nos ha llamado a formar parte de su Iglesia, a comprometernos más en nuestra misión y a crecer en el deseo de vivir una santidad cada día más auténtica.
Con mi bendición,
+ Enrique Benavent Vidal
Obispo de Tortosa