PARÁBOLAS DE LA MISERICORDIA (II): El juez, la viuda, el fariseo y el publicano (Lc 18, 1-14) 28-02-2016
En el capítulo 18 del Evangelio de Lucas encontramos dos parábolas que, aunque aparentemente son muy distintas, están unidas por dos temas comunes: la oración insistente y hecha con humildad tiene como efecto la revelación de la Justicia de Dios para con los pobres y los pecadores.
En la primera, dicha por Jesús para enseñar «que es necesario orar siempre, sin desfallecer» (Lc 18, 1), nos encontramos con tres personajes: una viuda, un juez «que ni temía a Dios ni le importaban los hombres» (Lc 18, 2) y Dios. En tiempos de Jesús las viudas eran las personas más desprotegidas de la sociedad. La viuda de la parábola personifica a esas personas que no cuentan para nada y que, por tanto, nadie las escucha. El juez, en cambio, representa a aquellos que, orgullosos y llenos de soberbia por el poder que ostentan, tienen un corazón insensible hacia los más necesitados. Se niega a atender a la viuda que le pide justicia frente a su adversario. La virtud que Jesús alaba en aquella viuda es su perseverancia en la oración. Esa constancia, aunque no llega a cambiar el corazón del juez, porque si al final éste accede a las peticiones de la viuda, lo hace para evitar la molestia que le supone tanta insistencia, consigue el objetivo deseado. La conclusión es clara: si la perseverancia en la súplica alcanza el objetivo incluso cuando se trata de un juez sin escrúpulos, ¿cómo dudar de la eficacia de la oración cuando aquél a quien nos dirigimos es el mismo Dios?
Ahora bien, Jesús nos insinúa dos condiciones para que nuestra oración llegue a tocar el corazón del Padre. La primera se refiere al contenido de nuestra súplica: hemos de pedir a Dios que nos «haga justicia» (Lc 18, 7), que nos dé aquel don que necesitamos para vivir en la plena alegría: el Espíritu Santo que Dios da a los que le piden (Lc 11, 13). Todo lo demás es secundario. La segunda condición es la perseverancia. Ser constantes en la plegaria es signo de confianza en Dios. Al final de la parábola, Jesús nos lanza una pregunta: «cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18, 8). Esta pregunta nos la podemos responder revisando nuestra oración.
La segunda parábola tiene tres personajes también: el publicano (considerado por todos un pecador), el fariseo (prototipo de aquellos que confían en sí mismos por considerarse justos y desprecian a los demás) y Dios, a quien se dirigen tanto el fariseo como el publicano. El fariseo exhibe sus buenas obras ante Dios, le muestra su propia justicia. Está tan lleno de sí mismo, de lo que es y de lo que hace, que en su corazón no hay espacio para Dios. Vive en el orgullo y en la autosatisfacción que le dan sus obras. El publicano, en cambio, no tiene nada que mostrarle a Dios. Además de ser considerado pecador por la sociedad de su tiempo, él también se sabe pecador. No puede presumir de nada ante Dios: «no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo» (Lc 18, 13). Por ello busca el camino de la misericordia: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador» (Lc 18, 13). Esta oración cambia la mirada de Dios sobre los hombres y, por tanto, la situación de estos ante Dios: el publicano «bajó a su casa justificado, y aquel no» (Lc 18, 14). Y es que a Dios le enternece más la humildad de un pecador que las buenas obras de un justo soberbio.
Si queremos experimentar la misericordia de Dios, no nos cansemos de orar con humildad y confianza.
+ Enrique Benavent Vidal
Obispo de Tortosa.