MISIONEROS MÁRTIRES DE NUESTRA DIÓCESIS (y III): SAN FRANCESC GIL DE FEDERICH 17-11-2019
Concluimos hoy la presentación de los santos misioneros de nuestra diócesis recordando la figura de San Francesc Gil de Federich. Nacido en Tortosa en 1702, fue bautizado en la catedral el mismo día de su nacimiento. Según el testimonio de su hermano, ya desde niño daba muestras de una vivencia profunda de la fe en la oración y en la práctica de los sacramentos. Es aquí en Tortosa donde conoce a los dominicos y donde siente la llamada del Señor a seguirle en la vida religiosa.
En 1718 ingresa en el convento dominico de Santa Catalina de Barcelona. Allí hace el noviciado y un año después la profesión religiosa. Estudia teología en el colegio de santo Domingo de Orihuela. Recibida la ordenación sacerdotal en 1727, es nombrado maestro de estudiantes del Estudio General que la orden tenía en Barcelona. Este cargo hace pensar que el deseo de sus superiores era destinarlo a la enseñanza. Durante este periodo ingresa en la Academia Literaria de Buenas Letras de Barcelona, lo que confirma el prestigio intelectual del que gozaba. Sin embargo, él sentía un impulso misionero que fue haciéndose cada día más fuerte, lo que le llevó a dar su nombre a los superiores de la orden para las misiones del Extremo Oriente.
En 1730 llega a Filipinas, donde la orden dominicana estaba sólidamente establecida, y poco después es nombrado secretario del prior provincial. No era esto lo que él quería, así que se ofreció para las misiones del Vietnam. Durante los primeros años de su estancia pudo anunciar el Evangelio con cierta libertad. En 1737 es apresado junto con otros cristianos. Consiguió que estos fueran liberados, pero él permaneció en prisión los ocho años que le quedaban de vida.
Durante este tiempo se sucedieron épocas en las que con cierta libertad podía dedicarse al trabajo misionero recibiendo visitas en la cárcel e incluso disfrutando de permisos para salir a ejercer su ministerio, con otras más duras en las fue sometido a interrogatorios humillantes y torturas físicas y psicológicas. Su trabajo desde la prisión dio muchos frutos de vida cristiana. Había logrado convertir la cárcel en una misión: allí reconciliaba a los pecadores con Dios, bautizaba y administraba los sacramentos.
Además de los sufrimientos físicos, sus carceleros ponían a prueba su fe poniéndole ante él cruces para que las profanara o imágenes cristianas para que las destrozara. En todo momento se negó a hacerlo y cuando uno de ellos quiso destruirlas, las protegió con su cuerpo porque prefería sufrir él, que soportar la profanación y la burla de las imágenes. De esta manera testimoniaba que quería vivir él lo que predicaba: “Nosotros (decía en una carta) exhortamos a los infieles para que se conviertan, y una vez convertidos, padezcan todos los tormentos para mantener la fe. Si ven que rehusamos morir por la fe los fieles se entibiarán”. Fue decapitado el 22 de enero de 1745. En una carta escrita el día anterior afirmaba: “Mañana, fiesta de San Vicente, es el día destinado para mi degollación por la fe católica y por la cual muero de buena gana”.
Que el testimonio de nuestros misioneros mártires nos ayude a valorar más nuestra fe.
+ Enrique Benavent Vidal
Obispo de Tortosa