MARÍA, SIEMPRE VIRGEN 26-03-2017
El día 25 de marzo la Iglesia celebra el misterio de la Encarnación del Señor. Se trata de un acontecimiento en el que se unen la iniciativa divina y la respuesta de la humanidad representada en María, que acoge al Hijo de Dios que entra en nuestro mundo. Estamos ante un momento único en la historia de la humanidad: el Hijo de Dios, sin dejar de ser lo que era, se hace hombre. No es una nueva persona: el que es acogido por María existía desde la eternidad y en este momento comienza a existir de un modo nuevo. Como la humanidad no puede salvarse a sí misma, es también incapaz de generar a su salvador, que es un regalo que Dios le hace.
La Encarnación del Hijo de Dios acontece en una concepción virginal que incluye un hecho humanamente inexplicable (María espera un hijo sin haber conocido varón), y una explicación trascendente del mismo (el hijo ha sido concebido por la acción del Espíritu). Esta verdad de la fe está al servicio de otra más fundamental: el carácter divino de la persona de Jesús. No es de extrañar que la Iglesia, desde el principio, haya enseñado que Jesucristo nació «de una virgen» (Ignacio de Antioquía) o «de la Virgen María». La conciencia creyente del Pueblo de Dios se ha mantenido firme a lo largo del tiempo, hasta el punto de que el título más antiguo que se ha atribuido a María ha sido el de «Virgen».
Estamos ante una virginidad corporal y espiritual, que es signo permanente del carácter divino de la persona del Hijo y del sentido de la misión de María: Ella es virgen para Dios y toda su persona está al servicio de su Hijo. A esa misión se incorpora también su esposo José. Como matrimonio creyente ellos están para cumplir una misión en la historia de la salvación, que les exigirá la renuncia a cualquier proyecto propio y la entrega total de sus personas y de sus vidas a Dios. Por ello, no es de extrañar que desde los primeros siglos la Iglesia haya enseñado también que la virginidad de María tuvo un carácter perpetuo: ella es «siempre virgen». Su entrega primera fue una auténtica consagración a Dios para siempre. El sentido de fe del pueblo cristiano ha conservado pacíficamente esta verdad a lo largo de los siglos. Esta generosidad no empequeñece las figuras de María y de José, sino que las engrandece, porque nos indica que cualquier proyecto humano debe ponerse al servicio de la misión que Dios pide a todo cristiano.
Minusvalorar este dato de la fe o relativizar su importancia, afirmando que María o José tuvieron o hubieran podido tener otros hijos, es no entender el carácter único del acontecimiento Cristo y de este momento de gracia; ni la grandeza de la misión de María y José en el plan de Dios. Tampoco se puede afirmar que ante las urgencias de nuestro mundo, el mantener la integridad de la fe es algo irrelevante o una pérdida de tiempo. La oposición o separación entre fe y vida o entre la recta doctrina y el compromiso cristiano, es ajena a la tradición católica, que siempre ha enseñado que la fe íntegra nos indica el camino para la piedad sincera, de la que nacerá un amor auténtico hacia los más pobres.
Con mi bendición y afecto.
+ Enrique Benavent Vidal
Obispo de Tortosa