LAS OBRAS DE MISERICORDIA (IV): VISITAR, CONSOLAR 03-07-2016
Hay situaciones de sufrimiento humano que nosotros podemos remediar con nuestros medios: el hambre, la sed, la falta de vestido, de un techo o de una sepultura acordes con la dignidad del ser humano. Pero también nos encontramos con personas que viven situaciones que no podemos solucionar: pensemos en los enfermos incurables o en los presos que deben cumplir una condena. Sin embargo, su sufrimiento no nos puede dejar indiferentes. También a esas personas debe acercarse el cristiano. La misericordia, que se vive cuando se las visita, es expresión de nuestro deseo de solidarizarnos con ellas.
La enfermedad es sin duda alguna el problema más angustioso que el ser humano tiene que afrontar en su vida, porque en ese momento experimenta su propia impotencia, sus límites y su finitud. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: «Toda enfermedad puede hacernos entrever la muerte» (nº 1500). Al sufrimiento físico que conlleva la enfermedad se une la angustia vital, porque en esos momentos se pone a prueba la fe en Dios. El enfermo se pregunta si Dios ha dejado de amarle, si puede confiar o esperar en Él. La fe, la esperanza y el amor, que son las actitudes básicas de la existencia cristiana, se ponen a prueba. Visitar al enfermo y manifestarle nuestra cercanía es un gesto de solidaridad con él. Además, el cristiano sabe que el sufrimiento le une a Cristo, porque Él cargó con nuestros dolores y sufrimientos. No hay ningún dolor humano que Cristo no haya experimentado en sí mismo.
También la falta de libertad es fuente de sufrimiento para quien la vive y para sus familias, especialmente cuando se debe a leyes injustas que no respetan los derechos humanos o por causa de la fe. Al visitar a los presos el cristiano no puede olvidar que Cristo fue apresado y condenado injustamente y, por ello, su actitud hacia ellos no puede ser otra que la solidaridad que le lleve a sentirse como un compañero de cárcel. El compromiso cristiano exige, además, luchar por la libertad de quienes sufren condenas injustas y procurar que se respeten los derechos humanos de los encarcelados porque, aunque el delito cometido haya sido muy grave, el condenado no deja de ser una persona humana, capaz de abrirse de nuevo al bien y al amor de Dios. La fe cristiana nos lleva a no considerar nunca a nadie condenado para siempre.
Ante estas situaciones los cristianos podemos ofrecer consuelo. Junto a las obras de misericordia corporales hemos de vivir las espirituales. En medio de los sufrimientos que no podemos aliviar el amor nos pide que consolemos al que está triste. El mejor consuelo que podemos ofrecer en estas circunstancias o en otras similares, como la muerte de un ser querido, es el consuelo del amor y esto se puede hacer de muchas maneras: acompañando en silencio; escuchando más que hablando; mostrando que, a pesar de todo, Dios no deja de amarnos y que un día enjugará las lágrimas de los que sufren.
El ministerio de la consolación exige una gran delicadeza y sabiduría humanas.
+ Enrique Benavent Vidal
Obispo de Tortosa