LAS OBRAS DE MISERICORDIA (I): LA FUENTE DE LA MISERICORDIA 12-06-2016
La celebración del Jubileo de la Misericordia nos recuerda que la invitación de Jesús a ser misericordiosos como el Padre del Cielo (Lc 6, 36) no es algo secundario en la vida cristiana. Aquí se encuentra la perfección a la que Jesús nos llama en el Sermón de la Montaña (Mt 5, 48). Tanto en una exhortación como en otra, el Padre del Cielo constituye el modelo y la fuente de esa actitud que el discípulo está llamado a vivir. De hecho, Santo Tomás de Aquino afirma que la misericordia es un atributo que en su plenitud únicamente se puede predicar de Dios. La fuente de la misericordia de Dios está en su amor hacia nosotros: se apiada de nosotros porque nos ama como algo suyo. Como nos lleva en el corazón porque nos ha creado y en Jesucristo nos ha llamado a ser sus hijos, no se cansa de compadecerse de nosotros. Ese sentimiento que tiene en su corazón se manifiesta en la disponibilidad para el perdón de nuestros pecados.
Ante esa bondad de Dios, nuestra actitud no puede ser otra que reconocer las debilidades y pedir perdón por nuestras culpas. El Papa San Juan Pablo II, en la encíclica Veritatis Splendor recordaba que «es inaceptable la actitud de quien hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el bien, de manera que se pueda sentir justificado por sí mismo, incluso sin necesidad de recurrir a Dios y a su misericordia» (nº 104).
El amor de Dios, que se manifiesta en su perdón, no queda fuera de nosotros, sino que nos trasforma, cambia nuestro corazón y lo hace más semejante al suyo, porque nos da una capacidad inmensa para el amor. Esto se puede entender fácilmente si reflexionamos sobre una experiencia que todos habremos vivido alguna vez. Si recordamos aquellas situaciones en las que nos hemos sentido amados o a las personas que nos aman, sentimos cómo en nuestro corazón se despierta en nosotros una fuerza inmensa para amar. Cuando nos sentimos queridos, crecemos en el amor. En esto consiste lo esencial de la experiencia cristiana: es verdaderamente cristiano no sólo aquel que lo dice de palabra, sino quien «ha conocido el amor y ha creído en él» (1Jn 4, 16). Conocer el amor es algo más que saber que Dios nos ama: consiste en haber experimentado ese amor de Dios en nuestra vida porque hemos sido perdonados. Creer en el amor es algo más que una actitud sentimentalista en la relación con los demás: se trata de hacer del amor la norma de nuestra vida. Puede ser misericordioso con los demás, quien ha conocido el amor y la misericordia de Dios en su vida.
Ya hemos indicado que la misericordia de Dios para con nosotros se manifiesta en el perdón de los pecados. La verdad de nuestra misericordia hacia los demás implica amarles como algo nuestro, porque los llevamos en el corazón, desear para ellos lo que es bueno y no quedarnos indiferentes ante las necesidades de quienes se encuentran en situaciones de pobreza, sino apiadarnos poniendo en práctica las obras de misericordia que constituyen un camino seguro de santidad.
Con mi afecto y mi bendición.
+ Enrique Benavent Vidal
Obispo de Tortosa