LA META DE NUESTRA ESPERANZA 18-11-2018
Durante estos últimos domingos del año litúrgico escuchamos en los textos evangélicos que se proclaman en la Eucaristía dominical las palabras del Señor sobre el fin de la historia. En una primera mirada nos podrían parecer de un lenguaje amenazante que nos infunde temor. En cambio, debemos escucharlos como un mensaje que nos recuerda lo más específico que el cristianismo está llamado a aportar a nuestro mundo y que a los creyentes nos confirma en la esperanza, porque no podemos olvidar que el fin del mundo no es su aniquilación, sino su plenitud, porque entonces la creación entera se transformará en el Reino de Dios.
Estamos ante un mensaje que a muchos de nuestros contemporáneos les dice poco. Este hecho se debe, en parte, a la evolución de la cultura europea durante los últimos siglos, que ha llevado a una transformación de la esperanza cristiana en fe ciega en el progreso terreno. Hoy nos desentendemos de mirar y valorar la vida en la perspectiva de la eternidad y nos obsesionamos por el progreso material y el desarrollo económico, como si de ello dependiera la felicidad de las personas.
Además, el desarrollo extraordinario de las ciencias y de la técnica, característico de la época moderna, ha llevado a muchos a pensar que el conocimiento puede dar al hombre el dominio pleno sobre el mundo, porque le da la capacidad de actuar sobre él y transformarlo en un lugar en el que podrá volver a vivir plenamente feliz, en una especie de paraíso en la tierra. De hecho el hombre de hoy no está preocupado por la salvación, sino por la felicidad. La esperanza cristiana ha sido sustituida por un optimismo basado en la convicción de que el ser humano, con sus propias fuerzas, podrá construir un mundo donde experimentará la felicidad plena. En este panorama cultural el mensaje cristiano de la salvación del alma y la fe en Jesucristo, muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación, se ha vuelto incomprensible para muchos.
No podemos despreciar el progreso humano, ni ignorar que un auténtico desarrollo es importante para la felicidad de las personas. Es una obligación moral de todo cristiano luchar y trabajar por un mundo más justo y más digno del hombre. El Concilio Vaticano II nos enseñó que el progreso humano interesa al Reino de Dios, pero no puede ser confundido con él. Y esto por una razón fundamental: porque todo desarrollo verdadero de la humanidad exige también un crecimiento en los valores éticos y morales que hacen que el mundo sea más justo y más digno del hombre. Y la historia nos enseña constantemente que el reino del bien no está definitivamente consolidado entre nosotros y que es muy fácil volver a situaciones de injusticias que parecían definitivamente superadas.
Por ello, aunque la Iglesia no puede desentenderse del progreso humano, este no es el objetivo principal de su misión. Del mismo modo que Jesucristo vino a traernos a Dios y a mostrarnos el camino de la verdadera Vida, la Iglesia en su mensaje debe abrir el horizonte de la humanidad a la vida eterna y proponerla como la culminación de nuestra fe y la meta a la que todos debemos desear llegar.
Con mi bendición y afecto.
+ Enrique Benavent Vidal
Obispo de Tortosa