LA INDULGENCIA JUBILAR (II) 08-05-2016
La semana pasada ofrecí una primera reflexión para intentar comprender mejor la doctrina de las indulgencias a partir de ciertas experiencias que todos tenemos en las relaciones interpersonales. Hoy continuamos esta catequesis partiendo de unas consideraciones sobre la naturaleza del pecado y de sus efectos.
Debemos tener en cuenta que a lo largo de la historia de la teología no ha habido una única teología del pecado. Más bien han ido sucediéndose visiones distintas. Cuatro son las más importantes: cuando alguien peca se aleja de Dios en su corazón y se orienta hacia las criaturas que llegan a ocupar el lugar de Dios; el pecador desprecia a Dios y, por tanto, le ofende; el pecado supone un incumplimiento de la ley de Dios y, en cierto sentido, es una culpa; finalmente, se puede entender el pecado también como enemistad con Dios.
Si miramos el pecado desde cualquiera de estas perspectivas, debemos ver también que tiene consecuencias en aquel que lo ha cometido: permanece una tendencia o propensión hacia las criaturas, que en el proceso de conversión se debe intentar corregir; la ofensa implica un deseo de hacer daño a la otra persona, por lo que la conversión exige reparación para contrarrestar los efectos del daño causado; si se transgrede la ley de Dios, se deben asumir las consecuencias penales que eso comporta; si se quiere recuperar la amistad con Dios se debe vivir un proceso de purificación para poder recuperar plenamente la confianza con Él.
Cualquier reflexión sobre el pecado exige distinguir entre éste y sus consecuencias. Una vivencia plena de la conversión y de la reconciliación incluye la cancelación del pecado y la superación de las consecuencias que éste comporta. El perdón del pecado y de la pena eterna que un pecado grave implica, se da en el sacramento de la Penitencia. La superación de las consecuencias, en cambio, pide tiempo, esfuerzo y, sobre todo, plegaria porque no es posible sin la ayuda de la gracia de Dios. Este proceso nace de una exigencia que no es impuesta desde fuera, sino que es expresión de la sinceridad del deseo de conversión. En cierta medida, podemos decir que tiene un carácter «penal» porque implica un esfuerzo. Al vivir este proceso de conversión estamos manifestando a Dios que el deseo de reconciliación con Él es sincero.
En este proceso de conversión el cristiano no está solo. La gracia de Dios nos sostiene, nos consuela en nuestras luchas y, en este sentido, “acelera” ese proceso para que podamos llegar a vivir plenamente la amistad con Dios. La virtud de la penitencia, por la que el cristiano quiere superar las consecuencias del pecado, no es únicamente fruto del esfuerzo humano, sino que nace de un asentimiento a la gracia de Dios que inspira, sostiene y acompaña nuestras obras. Esta virtud implica acciones, gestos y signos para compensar el mal que el pecado ha hecho.
Estas reflexiones nos llevan a una segunda conclusión: cuando atravesamos la Puerta de la Misericordia estamos manifestando el deseo de reconciliación plena con Dios y el deseo de luchar contra los efectos del pecado que sentimos en nuestro corazón.
Que el Señor nos bendiga con su gracia.
+ Enrique Benavent Vidal
Obispo de Tortosa.