LA IGLESIA, SERVIDORA DE LOS POBRES (V) 28-06-2015

Después de describir las pobrezas que existen en nuestra sociedad y de identificar las causas que las provocan, la instrucción pastoral La Iglesia, servidora de los pobres recuerda los principios de la doctrina social de la Iglesia que deben inspirar la vida económica y social.

El principio fundamental es el de la primacía de la persona en la vida social, política y económica. El hombre no es un instrumento de servicio de la producción, sino que la actividad económica debe estar al servicio de la dignidad de todo ser humano. Las injusticias y las exclusiones sociales tienen su origen en el olvido de este principio.

En segundo lugar, se recuerda el destino universal de los bienes. La propiedad y el uso de los bienes tienen un límite y una exigencia: las carencias de los más pobres y la virtud de la justicia. Por ello, como recordó San Juan Pablo II, sobre toda propiedad privada “grava una hipoteca social”. La justicia exige una distribución de la riqueza y de los bienes que posibilite una vida digna a todas las personas. Estamos ante una exigencia de la justicia y no ante una obra de misericordia. Cuando las desigualdades sociales son escandalosas no se está faltando únicamente a las exigencias de la caridad, sino al deber de la justicia.

El principio de solidaridad debe inspirar también la actividad de los agentes económicos y sociales. Es una exigencia que afecta a todos y que consiste en tener una mentalidad que piense en términos de comunidad. Quienes se dedican a la actividad económica o a la política no deben buscar únicamente su propio interés, sino que han de prolongar su mirada hacia toda la sociedad.

La consecución del bien común debe ser el ideal de la vida social. Las personas no somos individuos aislados. Vivimos en relación con los otros. Por ello la humanidad es una familia (el Concilio Vaticano II habla de la familia humana). El bien común de una familia se alcanza cuando todos procuran el bien de todos. A esto debe tender la acción política, económica y social. El bien común exige la justicia, pero va más allá de ella, porque presupone que entre los seres humanos existe no sólo una dignidad común, sino un vínculo de fraternidad.

El documento menciona también el principio de subsidiariedad. La vida de una sociedad no se reduce a la política. Este reduccionismo, que acaba politizando todas las dimensiones de la vida humana, puede llegar a matar la vida social. El Estado no es el dueño de la sociedad, sino su servidor. Por ello, debe promover las iniciativas lícitas de los individuos y grupos en bien de la sociedad, regularlas legalmente para que contribuyan al bien de todos y suplir aquello que la sociedad por sí misma no puede alcanzar.

Finalmente, el documento indica una meta a la que nunca se debe renunciar: que todos tengan un trabajo digno. Éste es el camino para una auténtica sociedad más justa. Con contundencia, la instrucción afirma: “La política económica debe estar al servicio del trabajo digno”.

Con mi bendición y mi afecto.

+ Enrique Benavent Vidal
Obispo de Tortosa.