ADVIENTO (III): HUMILDAD Y FIDELIDAD 14-12-2014

En los textos evangélicos de los domingos tercero y cuarto de Adviento se nos presentan dos personajes cuya actuación encierra un mensaje: Dios da su gracia a los humildes y resiste a los soberbios de corazón.

Juan Bautista, de quien Jesús dijo que entre los nacidos de mujer no hay nadie más grande que él, al preguntarle los sacerdotes y levitas quién era, lo primero que hizo fue aclarar que él no era el Mesías, ni Elías, ni el Profeta que tenía que venir el mundo (en la mentalidad judía un profeta semejante a Moisés). Él se define a sí mismo por su misión, una misión que está al servicio de otro: «Yo soy la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor» (Jn 1,23), de un Señor ante quien Juan no se siente digno de desatar la correa de la sandalia (Jn 1,27). La misma actitud la encontramos en María, personaje central del cuarto domingo de Adviento: su turbación ante las palabras del ángel, su pregunta (“¿Cómo será eso?” [Lc 1,34]) y las últimas palabras que pronuncia («He aquí la esclava del Señor» [Lc 1,38]) nos revelan una actitud espiritual de profunda humildad. Es esta disposición de María la que hizo posible la entrada del Hijo de Dios en el mundo y el inicio del ministerio de Cristo, después de que Juan lo presentara solemnemente a dos de sus discípulos que, a partir de ese momento, siguieron a Jesús (Jn 1, 35ss).

Cuando contemplamos lo que fue la vida de estos personajes descubrimos que esa actitud la mantienen fielmente en todos los momentos de su vida: María, la Madre del Mesías, en Caná de Galilea, invitó a los sirvientes a hacer lo que Jesús les dijera (Jn 2, 5) y Juan, ante el comentario de algunos discípulos suyos de que todo el mundo acudía a Jesús, exclamó: «el amigo del esposo… se alegra con la voz del esposo; pues esta alegría mía está colmada. Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar» (Jn 3, 29-30). Con esto dio el último testimonio acerca de Cristo.

Un teólogo del siglo XX, reflexionando sobre el ministerio sacerdotal, ha recordado que el sacerdote debe aplicarse constantemente a sí mismo las palabras de Juan Bautista: «Yo no soy». Esta es la norma con arreglo a la cual quien ha sido llamado al ministerio debe examinarse constantemente a sí mismo. Los sacerdotes no podemos fijar como meta de nuestro trabajo que la gente nos quiera a nosotros, sino que los hombres conozcan y amen al Señor. Y este criterio vale para toda la Iglesia. El Papa Francisco nos recuerda constantemente que la Iglesia no trabaja para sí misma sino para el Señor, que no puede ser una Iglesia autorreferencial, sino constantemente referida a Cristo. Él debe ser el centro de nuestra vida y de nuestra misión.

El tiempo de Adviento es una invitación a vivir nuestro testimonio con humildad. El sentirnos mejores, el creernos superiores y el querer atraer la mirada del mundo sobre nosotros no acerca a los hombres al Señor, sino que puede alejarlos de Él.

Que el Señor nos bendiga a todos.

+ Enrique Benavent Vidal
Obispo de Tortosa