Homilia de l’Excm. i Rvdm. Sr. Enrique Benavent Vidal
Bisbe de Tortosa
en l’Eucaristia d’acció de gràcies per la beatificació de 4 màrtirs,
sacerdots de la Germandat d’Operaris Diocesans
Santa Església Catedral de Tortosa, dissabre 30 d’octubre de 2021
– Lectures:
1a: Dt 6,2-6
Salm: 17,2-4.47.51
2a: He 7,23-28
Ev: Mc 12,28-34
Estimados hermanos en el episcopado
Estimados hermanos sacerdotes
Seminaristas
Hermanas y hermanos en el Señor
1. El martirio, signo más grande de amor
Nos hemos reunido para dar gracias a Dios, como lo hacemos cada vez que celebramos la Eucaristía y confesamos que aquello que es justo y necesario, nuestro deber y nuestra salvación está en darle gracias a Dios siempre y en todo lugar. Ayer, en esta hermosa catedral, vivimos un acontecimiento histórico para nuestra Diócesis y para la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos, fundada aquí por el Beato Manuel Domingo i Sol. Cuatro de sus miembros fueron elevados al honor de los altares. La celebración de ayer y la de hoy no son para hacer memoria de unos hechos que no debían haber ocurrido, sino para dar gracias a Dios porque en estos hermanos nuestros se manifiesta la fuerza de la Gracia, y para aprender la lección permanente que nos dejaron con sus vidas y con su muerte.
En la 1ª lectura del libro del Deuteronomio hemos escuchado la exhortación fundamental que Moisés dirige al pueblo de Israel: “Escucha Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón” (Dt 6,4-7). En el Evangelio el Señor añade un segundo mandamiento: “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mc 12,31). El cumplimiento de estos mandamientos vale más que todos los sacrificios y ofrendas. Queremos agradecer a Dios el testimonio de estos hermanos nuestros, que ciertamente habían grabado en su corazón estas palabras hasta el punto de que prefirieron perder la vida antes que apartarse del amor de Dios, antes que perder la amistad con Él. Afrontaron la muerte convencidos de que el martirio no sólo no les separaba del amor de Dios, sino que ocurría precisamente lo contrario: por la muerte ese amor llegaba a su plenitud.
Y esto es precisamente lo esencial en el martirio. Un mártir no es simplemente un ejecutado o un asesinado. Sufrieron una muerte violenta, pero la transformaron en su interior en una ofrenda voluntaria, en un acto de amor a Dios y en una manifestación del amor más auténtico hacia los demás: respondieron al odio con amor; a la ofensa con el perdón; a la muerte que se les infligía, con una bendición. Por eso son mártires, porque al igual que Cristo convirtió la cruz, que es un instrumento de tortura, en un signo de amor cuando desde lo alto del madero suplicaba al Padre el perdón para sus perseguidores, también ellos vivieron esos momentos trágicos unidos a Cristo, transformaron el odio en amor. Una ejecución se convirtió en el acto más grande de amor a Dios y a los hermanos que un ser humano puede vivir. Qué diferente sería nuestro mundo si cada día aprendiéramos esta lección, si respondiéramos a cada circunstancia dolorosa y cada mal que sufrimos con una bendición.
2. Los mártires, ejemplos del testimonio cristiano
Francisco Cástor Sojo y sus compañeros eran sacerdotes, querían dar testimonio de Cristo para que todos le conocieran y le amaran. En el momento del martirio se nos revela lo más hermoso del testimonio de la fe. El cristiano está siempre llamado a dar razón de su esperanza, pero debe hacerlo “con delicadeza y con respeto” (1Pe 3,16). Dar testimonio de la fe es algo más que intentar convencer a los otros de las propias ideas con razonamientos o discursos. Tampoco hay testimonio cristiano cuando se emplean métodos no evangélicos para anunciar el Evangelio. El Evangelio únicamente puede ser anunciado evangélicamente. En la Iglesia nos hemos de convencer de que en el anuncio del Evangelio, el cómo es tan importante como el contenido. Ni la violencia, ni las ambiciones, ni las mentiras ni las medias verdades, ni la adulación del poder, ni la ambición de riquezas son caminos para la evangelización.
El testigo es aquel que acepta el padecimiento por la verdad: nunca hay que hacer sufrir a los otros por ella. En las historias de tantos mártires de aquella persecución religiosa descubrimos cómo se preparaban espiritualmente para el martirio. Habían dedicado su vida sacerdotal a anunciar a Cristo, Camino, Verdad y Vida. Y estaban dispuestos a sufrir por Él. Tenían gravada en su corazón esa exhortación del Apóstol: “Estad alegres en la medida que compartís los sufrimientos de Cristo… si os ultrajan por el nombre de Cristo, bienaventurados vosotros, porque el Espíritu de la gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros” (1Pe 4,13-14). Un mundo que hace sufrir para imponer unas ideas es inhumano. Una Iglesia que se sirva de la violencia para imponer la fe es antievangélica. Los mártires, que no hicieron sufrir a nadie por la verdad y, sin embargo, aceptaron dar la vida por ella, son el testimonio más nítido de la fe, el testimonio más evangélico de Cristo.
Que su martirio nos recuerde que el Evangelio únicamente puede ser anunciado evangélicamente.
3. Sacerdotes a imagen del Sumo Sacerdote
En la 2ª lectura, tomada de la Carta a los Hebreos, se nos presenta a Jesús como el Sumo Sacerdote “santo, inocente, sin mancha” (He 7,26), que se ofreció a sí mismo “de una vez para siempre” (He 1,27) y, de este modo, ha sido consagrado como sacerdote perfecto.
Estos cuatro sacerdotes amaban su vocación, intentaban reproducir en su vida la imagen del Sumo Sacerdote “santo, inocente y sin mancha” que es Cristo. En el fondo, lo que un sacerdote quiere hacer no es más que ofrecerle a Dios toda su existencia, todo su ser. Y para eso vive y trabaja cada día, para eso ora y celebra la Eucaristía. Cada día, en sus esfuerzos y luchas, en sus alegrías y decepciones, en sus esperanzas y desilusiones, va descubriendo que su sacerdocio no es únicamente un trabajo, sino un sacrificio, una entrega de la propia vida. Sabe que cuando le llegue la hora de la muerte, le llegará el momento sacerdotal más importante de toda su vida, porque su sacerdocio se convertirá en un sacerdocio puramente existencial. La muerte de un sacerdote es el acontecimiento en que le entrega a Dios totalmente toda su persona. A estos hermanos nuestros la muerte les llegó de una manera inesperada y violenta. Cristo fue consagrado Sacerdote perfecto en la Cruz. El martirio llevó también a la perfección el sacerdocio de estos cuatro hermanos nuestros.
Fueron sacerdotes que se había dedicado fundamentalmente a la formación de los seminaristas. En este momento se convirtieron en auténticos maestros de sus alumnos. Su misión había sido acompañar a los jóvenes que se preparaban para el sacerdocio, les habían dado consejos y lecciones, les habían instruido y educado. En ese momento dieron la mejor lección, la más verdadera y auténtica: su sacerdocio llegó a plenitud y su magisterio se demostró como verdadero. Purificados y consagrados por el martirio, han llegado a ser, a imagen de Cristo, sacerdotes santos, inocentes, sin mancha, separados de los pecadores y encumbrados en el cielo.
Que ellos intercedan por nosotros y que su testimonio nos sostenga en nuestro camino de fe y en nuestra vocación sacerdotal.
Que así sea.
+ Enrique Benavent Vidal
Obispo de Tortosa